Corría el mes de marzo cuando conocimos el proyecto de reforma del Código Procesal Civil y Comercial de la Provincia de Buenos Aires con motivo de su envío por el Ejecutivo al Senado local a los fines de su tratamiento.
Luego, en julio, llegó el turno de su par nacional: el Ministerio de Justicia presentó el proyecto del nuevo Código Procesal Civil y Comercial generado en el marco del programa Justicia 2020, texto que se encuentra listo para ser remitido al Congreso nacional donde –de ser aprobado- se convertirá en ley.
Estos dos códigos son muy importantes: regulan la forma en que se desarrollan los juicios en materia civil, comercial y de familia en los tribunales bonaerenses –juzgados en lo civil y comercial, juzgados de familia y juzgados de paz- y en la justicia nacional de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires –juzgados civiles y comerciales-, entre otros casos. Los dos códigos que se busca modificar con estos proyectos contienen las pautas a seguir para el trámite de las sucesiones, los divorcios, los juicios de daños y perjuicios de todo tipo, de cumplimiento de contratos, de amparo, sobre cuestiones consorciales y de vecindad, de ejecución de documentos, medidas de protección contra la violencia familiar, adopciones, entre otras muchísimas cuestiones que aquejan a la gente.
A mucha gente.
En estos casos, a casi la mitad de la población del país: a los más de dieciocho millones de habitantes de ambas jurisdicciones –provincia y CABA-. Dos jurisdicciones, además, con la mayor variedad de paisajes y realidades sociales, económicas y culturales. Encontramos en estas dos jurisdicciones –al mismo tiempo- la más importante urbe argentina, el conurbano y el campo.
Como puede observarse, estos dos proyectos de ley deberían venir a cambiar la vida de muchos millones de argentinos, al mejorar la forma en que se desenvuelven los procesos judiciales a los que es necesario acudir para encontrar una adecuada protección de derechos.
Estos dos proyectos podrían haber planteado una justicia más eficaz que la que hoy tenemos: un trámite ante los tribunales más flexible y simplificado, que permita al juez brindar respuestas y soluciones acordes a las particularidades de cada caso y en un plazo adecuado a la urgencia de cada tema.
Por supuesto, para ello, es imprescindible que previamente se dote a los jueces de los recursos adecuados a los índices y tipo de litigiosidad que deben atender y, aún antes, se haya consolidado un sistema de selección, designación, promoción y remoción de jueces exclusivamente basado en la aptitud del magistrado para ejercer la función encomendada exhibiendo claramente su compromiso social con un eficaz servicio de justicia.
No vemos que ello haya sido así. No encontramos más eficacia procesal real en estos intentos de reforma.
En su lugar, tenemos declamaciones.
Escuchamos decir que “justicia lenta no es justicia”, que “debemos acercar los jueces a la gente”, que es necesario una “justicia más transparente”, se pregona “menos papel y más justicia”, que “la oralidad empodera a los jueces”, que “la reforma es buena por escuchar a todas las voces”, entre otros eslóganes.
Eslóganes que suenan bien, son efectistas, expresan conceptos con los que nadie puede estar en desacuerdo, pero que no se traducen -en los proyectos- en medidas concretas que aseguren el cambio de la justicia que tenemos hoy por otra, una justicia nueva que brinde respuestas eficaces a la gente del modo en que lo exige la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Los dos ejes principales de ambas reformas –las dos reconocen su origen en el mencionado plan Justicia 2020- han sido, por un lado, la obligación de que los juicios sean orales, esto es, que muchos de los pasos judiciales que hoy pueden hacerse por escrito deban desarrollarse en audiencias en las que debe estar presente el juez y, por el otro, que los trámites sean electrónicos –las presentaciones de los abogados, las notificaciones, las sentencias, etc.-.
Estos dos grandes cambios, por sí solos, no hacen más eficaz a un proceso judicial.
Es más: esos cambios –la oralidad y el expediente electrónico- aplicados de modo compulsivo sin tener en cuenta el impacto en el funcionamiento de los tribunales hoy existentes puede llevar al colapso del sistema de justicia, generando efectos contrarios a los que se buscan y donde las principales víctimas serán las personas más vulnerables, paradójicamente aquellas que en estos proyectos –mediante un nuevo eslogan- es a quienes se dice proteger.
La justicia de la provincia de Buenos Aires muestra ejemplos de lo que ocurre cuando se dictan leyes que obligan a los tribunales a funcionar aplicando el sistema de oralidad y no se tiene en cuenta la cantidad –y complejidad- de juicios que se inician ni el tiempo que realmente insume un proceso por audiencias (ver Hora clave para el futuro de la eficacia procesal bonaerense). A poco de andar –como ya ha pasado en el fuero civil y comercial, en el laboral y en el de familia- los tribunales se ven desbordados; las audiencias empiezan a fijarse dentro de muchos días, incluso meses y hasta años; faltan peritos para realizar las pruebas esenciales; las sentencias dictadas bajo la presión de la sobrecarga caen en su calidad; las demoras se hacen crónicas; las medidas urgentes no pueden ser adoptadas en el tiempo que deberían serlo; sobrevienen acuerdos de partes condicionados por estas disfuncionalidades; las indemnizaciones se deprecian y toda la justicia se deteriora.
Otro tanto puede decirse de la incorporación del expediente digital cuando son conocidos los inconvenientes que hoy genera la puesta en marcha de ese sistema (ver, por caso, Feria, presentaciones electrónicas y plazos procesales). Las reformas aquí mencionadas no superan esos inconvenientes.
No planteamos la imposibilidad de cambiar: planteamos la inconveniencia de cambiar de este modo, sin un análisis completo y previo del sistema judicial con el que se habrán de aplicar estas nuevas normas. Se ha dado como ejemplo de sistema donde la oralidad funciona el caso de Uruguay. Siendo que se trata de un país cuya población no llega a los cuatro millones de habitantes, esa sola diferencia –respecto de los dieciocho millones de personas, población a la que se aplicarán estas dos reformas- exige, para que aquella afirmación sea pertinente en este contexto y no se vuelva un nuevo eslogan, un grado mayor de detalle en su cita (p. ej., comparación de niveles de litigiosidad, cantidad de jueces en relación a la población, etc.).
Las reformas a la justicia civil que se proponen en la provincia de Buenos Aires y en la Nación, sin tener en cuenta el modo en que habrán de impactar en la realidad de los tribunales, no podrán lograr el objetivo de mejorar la calidad de las respuestas de los jueces.
La gente no tendrá una justicia más eficaz.
Sólo quedarán los eslóganes.