
En estos días, Federico Colombres (h) publicó en Linkedin un post titulado «Se busca influencer».
Allí el autor, a partir de la cruzada solidaria llevada adelante por Santiago Maratea en ayuda a las víctimas de los terribles incendios de Corrientes, se preguntaba «si alguna vez podremos tener un verdadero influencer en el mundo de la abogacía, alguien que tenga el poder de convocatoria para promover leyes que se necesiten, hacer contrapeso ante los avances contra la libertad, o luchar por cualquier causa de interés común».
Federico arroja, de entrada, una afirmación con la que no puedo estar más de acuerdo –tal como lo señalé al reaccionar a su columna-. Y es la siguiente: «sospecho que tiene que ver con que la forma en que comunicamos no seduce ni persuade».
Estoy convencido de que ello es así.
Una eficaz comunicación de ideas (de cualquier tipo) es el primer paso para generar cambios en el mundo.
Los formatos comunicacionales, como la lengua misma, mutan, evolucionan y, fundamentalmente, se adaptan a los contextos históricos para lograr su objetivo: interconectar personas con un mensaje, donde emisores y receptores se encuentran en determinada «sintonía» para que el contenido no solamente circule sino que deje impresión en aquél que lo recibe y genere algo en su espíritu. En nuestro terreno, un deseo de actuar en consecuencia.
El formato de comunicación del mundo de la abogacía –como dice Federico- es, al igual que la materia sobre la que versa -el derecho en su conjunto-, tradicional, conservador, mantenido intacto por siglos. Le cuesta adaptarse a los cambios de la sociedad, quizás porque el «cambio» sea aquí asociado a «variabilidad» o «inseguridad» (valores que se considera reñidos con aquellos por los que vela el derecho) o quizás, simplemente, porque los abogados seamos conservadores y vivamos cómodos en esa situación de «quietud».
Es innegable que el derecho tal como hoy lo conocemos, consiste en un conjunto de instituciones y reglas muy antiguas con claro origen en el derecho romano. Sobre estos cimientos se construyó la mayor parte del conjunto de las normas que aún hoy nos rige: a partir de los pilares del derecho romano se fueron agregando niveles y niveles de nueva juridicidad, coincidentes con los avances y las conquistas de los ciudadanos en pos de la ampliación de derechos. Surge así el reconocimiento de los derechos individuales en la época posterior a la Revolución Francesa –en los siglos dieciocho y diecinueve- y de los derechos sociales, comunitarios y, finalmente, de los derechos humanos, todo ellos posterior a las guerras mundiales y como reacción contra los regímenes autocráticos del siglo veinte.
El edificio así construido era imponente, aunque su fachada, su aspecto exterior, su «cáscara» seguía siendo casi la misma desde hace más de veinte siglos. La «visibilidad» del derecho (soporte de la información, formas de expresión, modalidades discursivas, lenguaje, etc.) poco o nada habían cambiado.
La sociedad, por el contrario, había modificado profundamente sus formatos de comunicación en casi todos sus ámbitos. Desde la década de los años 70 del siglo anterior, la revolución de la informática y las telecomunicaciones fue un fenómeno esencial, arrasador que lo cambió todo en este campo y –desde entonces- no se ha detenido.
En el marco del derecho, sin embargo, esos avances no habían impactado casi nada.
La comunicación, la difusión de las ideas y contenidos jurídicos se seguían realizando como en la época romana cuando se pasó del derecho exclusivamente verbal a la utilización de fórmulas escritas. A partir de este ejercicio «por escrito» de la tarea de los abogados, el papel y la tinta monopolizaron la comunicación de las ideas tanto dentro de los tribunales como en las escuelas de derecho cuanto en la divulgación científica de estos contenidos.
El formato «literario» se impuso.
Incluso, el formato «literario» dio lugar -en el campo del derecho procesal- a modos de actuar que se transformaron en cargas procesales de cuyo estricto cumplimiento dependía en muchos casos la suerte del juicio (el caso de las «copias» es uno de los más evidentes). Ello fue lo que más nos llamó la atención cuando comenzamos a estudiar el fenómeno del derecho procesal electrónico: advertimos cómo el derecho procesal se desarrolló en base al soporte papel y las posibilidades que daba ese elemento corpóreo para servir como continente de la información, todo lo que cambia esencialmente al pasar al mundo digital, donde el soporte de la información se desmaterializa y donde juegan de otro modo las dimensiones espaciales y temporales que desde siempre manejamos, durante la «dictadura del papel».
Mientras en el «mundo exterior» las ideas circulaban de manera mucho más dinámica, rápida, con apoyatura multimediática, en soportes ágiles, con contenidos de extensión breve, mediante mensajes creativos, innovadores, provocativos, en el «mundo del derecho» se seguía (y se sigue) escribiendo como en la época del Emperador Justiniano, respetándose las reglas canónicas de la redacción de escritos, sentencias, ensayos, manuales, compendios, tratados, etc. tal como podemos encontrar en la edad media en los monasterios donde trabajaban los glosadores.
Una brecha tan grande en cuanto a formatos comunicacionales tan disímiles dentro de una misma sociedad tenía que generar conflictos.
Y a eso es a lo que se refiere Colombres cuando expresa su preocupación por la falta de «influencers jurídicos». Casi de manera premonitoria, en mi entrada del día 4 de febrero de este año, señalaba mi intención de ser, justamente, «influencer jurídico» para atender esta necesidad de renovación del estilo comunicacional y así, ganar en eficacia en la difusión de contenidos.
Estoy convencido de que ese es el formato que hoy traerá eficacia a la comunicación jurídica.
Ahora bien, también existen riesgos.
Uno de los principales que observamos es el riesgo de la «liviandad». Otro, es el de la «militancia».
En cuanto al primero, se corre el riesgo de que el medio de comunicación adquiera relevancia por sobre el mensaje. Que nos quedemos en la «cáscara», en el show. Un podcast o un video en un canal de YouTube sobre estos temas deberán –sin dudas- ser atractivos, interesantes, convocantes. Deberán ser agradables desde el lado de la edición, musicalización, imágenes, etc. Pero por delante de toda esta escenografía, deberá contarse algo, deberá haber una idea, un concepto. De lo contrario, ocurrirá lo que ya sabemos que sucede al contemplar a «grandes juristas» que sólo disponen de una buena oratoria. La ausencia de suficiente base teórica se nota a poco de andar y, en ese momento, todo lo que de interesante pueda aportar el medio, se derrumba.
En cuanto al riesgo de la «militancia», aquí la cuestión pasa por reconocer la intención que mueve a muchos «influencers» en su prédica. No debemos aquí dejar que el carisma del streamer o lo atractivo del youtuber nos lleve a dar por ciertas, válidas y buenas las ideas sin ir un poco más allá y advertir la intención de quienes las difunden. Hay que evitar caer en la trampa de los que divulgan bajo la falsa fachada de la «objetividad científica» y, en realidad, son funcionales a ciertas corrientes jurídico-políticas, muchas de las cuales, no superan un mínimo control de constitucionalidad. Cada quien es libre de adherir o no a tales líneas de doctrina, pero hay que hacerlo con conciencia de las consecuencias que puede acarrear adoptar tales doctrinas, en particular por los perjuicios que se le puede causar a las personas a quienes se está asistiendo.
Pues bien, llegados a este punto no puedo dejar de mencionar a los dos más grandes influencers procesales que ha conocido nuestra patria.
Me refiero a Lino Palacio y a Augusto Morello. Ellos fueron más que influencers. No sólo divulgaron el derecho procesal como nadie sino que consolidaron el derecho procesal argentino moderno de un modo magistral. Tomando las ideas de su época, reunieron un corpus teórico dando el marco para el desarrollo de todas las posiciones que hoy conocemos y resultan operativas en este terreno.
Tuve el enorme honor y placer de conocerlos a ambos. Ambos me cumplieron el sueño de escribir generosos prólogos que lucen en libros de mi autoría. El haber tratado con semejantes monstruos del derecho argentino es sin dudas uno de los más importantes regalos que me ha dado la vida.
Cada uno con su estilo. Palacio era la lógica. Morello, la lírica. Palacio, poniendo las bases en tierra firme. Morello, siempre volando hacia el más allá.

Lino Palacio fue un precursor del lenguaje claro. Supo explicar la totalidad del derecho procesal civil de modo didáctico, simple. Su Derecho Procesal Civil condensa todo el saber existente sobre la materia a la época en que fuera escrito. Su Manual de Derecho Procesal Civil ha sido el texto de difusión y enseñanza del derecho procesal civil argentino más leído (más vendido y más reproducido) a lo largo de las siete décadas por las que ha venido transitando, como lo recordó Gustavo Arballo en Twitter recientemente con motivo de la salida de la edición número 22.
Su formación filosófica (era discípulo de Carlos Cossio y no lo disimulaba: por un lado, su obra está plagada de alusiones a la teoría egológica del derecho y, por el otro, la primera edición de su tratado está dedicada a su maestro), su experiencia como funcionario de la Corte Suprema de Justicia de la Nación además de su extensa carrera docente lo dotaron de los recursos suficientes para dar a luz una obra absolutamente sistemática, ordenada, coherente. Una obra atemporal: los institutos procesales y las garantías básicas que operan en este terreno están allí descriptos de un modo perenne.
Augusto Morello fue un hombre de tres siglos. Con una fuerte impronta decimonónica en su formación, vivió y se comprometió como pocos con la realidad del mundo del derecho del siglo veinte, sin embargo su mente habitaba el futuro, sus pensamientos corrían hacia el siglo veintiuno. Era un enciclopedista, viviendo en el siglo XX pero muy adelantado a su tiempo. Morello –entre otras muchísimas cosas más que hizo por la abogacía, por el poder judicial y por la enseñanza y difusión del derecho- en las épocas donde no había fotocopiadoras y el teléfono era un adelanto no disponible para todos, llevó a cada rincón de la provincia de Buenos Aires, con su obra (la colección de Código Procesales comentados y anotados) las tres fuentes del derecho (legislación, doctrina y jurisprudencia) permitiendo así que con ese solo libro, se pudiera administrar justicia de modo relativamente simple en la gran mayoría de los organismos judiciales.
En el pensamiento de Morello podemos encontrar la casi totalidad de los nuevos movimientos, de las vanguardias procesales. Mucho antes de los fallos de la Corte Interamericana de Derecho Humanos ya vemos embriones de la doctrina del proceso eficaz en sus construcciones relativas a la por él denominada Justicia de Acompañamiento. Ya allí se sentaban las bases de un actuar diferenciado de la judicatura cuando lo justificaba la urgencia o gravedad de ciertos temas, cuando aparecía el «orden público» comprometido o cuando existía situaciones de vulnerabilidad. Y era un gran defensor de la institucionalidad y de la debida protección de los derechos de la gente: cerca de su muerte había conformado (junto a Félix Loñ, el constitucionalista) la asociación de Amigos de la República, coronando así una extensa carrera profundamente vinculada a los valores éticos, democráticos y constitucionales.
Creo que hoy, los influencers jurídicos (tanto los que existen como los que aspiramos a serlo) les debemos mucho a estos dos gigantes. En sus obras encontramos las bases a partir de las cuales poder seguir avanzando, construyendo conceptos nuevos, exponiendo y analizando las problemáticas de los formatos innovadores (como el caso del derecho procesal electrónico).
Son, a mi juicio, los que nos enseñan la forma y los valores (éticos y jurídicos) con los que debemos seguir leyendo el derecho clásico, ahora con la óptica de los derechos humanos.
Morello y Palacio son los que nos pueden enseñar la buena manera de ser influencers jurídicos y, con su guía, podremos avanzar y perfeccionar el derecho procesal de la eficacia.
[…] El disparador fue, justamente, el tema de un post anterior. […]
Me gustaMe gusta