
Hace poco leíamos en Diario Judicial un fallo de la Cámara Comercial de la Capital que revocó una caducidad de instancia dispuesta de oficio por el juzgado de primera instancia.
La cuestión era la siguiente: a los fines de presentar las cédulas para el traslado de la demanda, por aquél entonces y a raíz de la pandemia, era necesario acercarse al tribunal en forma personal (“presencial”) para lo cual se había establecido un sistema de turnos que se obtenían mediante el envío de correos electrónicos a la dirección institucional del juzgado.
La parte solicitó turno en tres ocasiones mediante envío de otros tantos e-mail y, asimismo, lo informó a través de escritos electrónicos en el sistema Lex100.
Resulta que a pesar de las tres solicitudes de turno, las tres comunicaciones hechas por sistema y el otorgamiento de los mismos por el juzgado en tres ocasiones, el letrado no acompañó la documentación requerida para que se pueda llevar adelante la notificación del traslado de demanda ordenado.
Ante ese panorama, computándose el plazo desde el último despacho del tribunal (previo a los referidos pedidos de turno vía e-mail), se dispuso de oficio la caducidad de instancia.
Apelado ello, la cámara revoca.
¿En base a qué? A sentido común jurídico.
No sabemos de la existencia de ninguna norma de ninguna especie que atribuya expresamente el carácter de acto interruptivo del plazo de caducidad de instancia al pedido de turno para asistir al tribunal a llevar cédulas para el traslado de demanda -sistema establecido durante la pandemia-.
No conocemos que haya jurisprudencia que sostenga tal postura (la Cámara que aquí actúa entendemos que tampoco, ya que de existir y conocerla, la habría citado).
Y tampoco tenemos conocimiento de que algún autor lo haya sostenido en trabajos de doctrina. Y si lo hizo, como en el caso anterior, es posible que no haya llegado a oídos del tribunal que resuelve o bien no se considerara al autor con suficiente autoridad como para ser citado en la decisión.
Esto es, para resolver el caso concreto planteado, ni la primera ni la segunda instancia contaron con una norma expresa y concreta, específicamente aplicable al caso, proveniente de ninguna de las tres fuentes formales del derecho.
En la primera instancia se hizo una lectura un tanto estricta de la circunstancia suscitada, con una fuerte impronta utilitarista y una evidente intención sancionatoria.
En ese momento, se dio prioridad a la falta de completa diligencia en el letrado (quien a pesar de haber efectuado los mencionados tres pedidos de turno no había cumplido con la tarea correlativa para la que se habían solicitado) por sobre el hecho objetivo de los intentos de activar el proceso.
El resultado de ese razonamiento, fue la caducidad de la instancia que, de haber quedado firme, habría implicado el fin del juicio sin que siquiera se haya cumplido con la notificación de la demanda.
En la segunda instancia, en cambio, con base en los mismos hechos y las mismas fuentes del derecho disponibles, la Cámara decidió con base en una mirada -a nuestro criterio- más amplia.
Adoptó una posición basada en el sentido común jurídico, concepto que, si bien posee límites imprecisos, refiere claramente a una forma virtuosa de razonar en el campo del derecho donde, para establecer cuál es el camino a seguir o la concreta medida a adoptar, convergen las reglas generales, los valores vigentes, la finalidad perseguida y las consecuencias derivadas.
Asimismo, agregamos, juega aquí la noción de eficacia procesal.
Hoy, las reglas del proceso eficaz son unos de los componentes de este sentido común jurídico que resulta imprescindible para que el virtuosismo de esta manera de pensar judicial conserve actualidad y validez.
Esta mirada más amplia de la segunda instancia ponderó principalmente la consecuencia de la medida a adoptar (de la que dependía un acto procesal fundamental en el inicio del juicio, como es el traslado de la demanda) y fue a la raíz y al fundamento del instituto procesal que estaba en juego: la caducidad de la instancia.
Y allí, con acierto a nuestro ver, rescató el principio básico que existe en todo el derecho (no solamente en el derecho procesal) que establece que -como regla- la pérdida de derechos por el paso del tiempo sólo ocurre frente a la absoluta inacción, al total desinterés, a la completa desidia y no ante el despliegue concreto de acciones, aún cuando estas acciones sean defectuosas, incompletas, insuficientes, etc.
Para la primera instancia, el no acompañar las copias para traslado invalidaba el pedido de los turnos por mail.
Para la Cámara, bastaba el “hecho objetivo” de impulso que importaba pedir los turnos. Y se agrega en el fallo de segunda instancia que aún cuando ello no sea compartido, existe en el caso una situación de duda que, de acuerdo con reglas sentadas por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, debe resolverse en favor del principio por-el-que-se-debe-estar-en-favor-de-la-amplia-vigencia-del-ejercicio-del-derecho-de-acción (nótese nuestro modesto aporte al “lenguaje claro” con el que reemplazamos la expresión latina “favor actionis”, hoy con pésima prensa).
El sentido común jurídico no es algo nuevo.
Sea bajo el nombre de “recto razonar”, “prudente raciocinio”, “sana crítica” u otras expresiones equivalentes, siempre estuvo entre los formatos de pensamiento judicial como algo valioso a ser utilizado por la calidad del resultado al que se llega siguiendo sus lineamientos (una adecuada respuesta de los tribunales). Siempre fue considerada como una directiva a seguir para obtener una decisión ajustada a los mandatos constitucionales y convencionales que hoy se resumen en las pautas del proceso eficaz.
Lo encontramos en los orígenes de la doctrina de la arbitrariedad de sentencia de nuestra Corte Suprema de Justicia. Doctrina que luego, en el 2015, inspiraría el texto de la norma del Código Civil y Comercial que consagra el derecho a la sentencia razonablemente fundada. En la provincia de Buenos Aires opera la figura del absurdo como un instituto en ciertos campos equivalente, de aplicación respecto de las sentencias de segunda o única instancia. En ambos casos, una sentencia es «arbitraria» o el tribunal que la emite incurre en «absurdo» cuando, en general, se aparta del sentido común jurídico.
También podemos encontrarlo en la específica doctrina del exceso ritual manifiesto. Figura esta -la del exceso de rito- que también aparece en el fallo de la Cámara al que hacemos mención, como algo a ser evitado. Ello, junto a la mención de la “equidad”.
Este particular formato de raciocinio (el sentido común jurídico) ha tenido un rol destacadísimo durante toda la pandemia donde el derecho (en especial, el procesal) sufrió cambios drásticos y acelerados a los fines de adaptarse a la realidad mundial impuesta por las restricciones sanitarias.
No solamente fue útil en casos como el que aquí mencionamos, donde se debatía acerca de la aptitud interruptiva del curso de la caducidad de la instancia de un acto procesal que “nació” en pandemia (el pedido de turnos por mail para acceder a la mesa de entrada de los tribunales para cumplir con determinados actos procesales), sino que fue de fundamental importancia para interpretar el derecho procesal electrónico todo, cuerpo normativo que se tuvo que completar a las apuradas, producto del trabajo de superiores tribunales, para “apagar incendios” y con la finalidad de permitir la supervivencia de la prestación del servicio de justicia en condiciones muy adversas a las que tuvo siempre como presupuesto (la interacción cara a cara de las personas y el intercambio de papeles).
En ese ámbito y en esa época, hemos visto de todo: de un lado razonamientos judiciales reñidos con el más elemental sentido común jurídico y del otro, ejemplos de precedentes que haciendo un recto uso de esa forma de pensar, han puesto en su lugar las cosas permitiendo un avance y evolución del nuevo derecho procesal digital acorde con las garantías del proceso eficaz.
Uno de los primeros casos de razonamiento reñido con el sentido común jurídico en el marco del incipiente derecho procesal electrónico que viene a nuestra memoria lo encontramos en la resolución judicial del sur de la provincia de Buenos Aires que estableció que el plazo de gracia para presentar escritos judiciales no operaba en el caso de que el letrado efectuara esa presentación a través de un escrito electrónico.
El razonamiento del juez, desde el punto de vista sistémico del nuevo paradigma procesal digital, era impecable. El punto débil radicó en que ese criterio era establecido y comunicado al litigante en la misma oportunidad en la que se declaraba extemporánea la presentación electrónica efectuada, haciéndose perder el derecho a la parte.
La Cámara de Bahía Blanca, frente a la apelación del perjudicado por esta resolución carente de sentido común jurídico, puso las cosas en orden.
Otro de los episodios más descollantes en esta saga lo encontramos en el muy interesante “ping pong” que se suscitara entre un juez de primera instancia y la Cámara de Apelación de Azul, ahora por la cuestión de la firma de las sentencias que eran objeto de apelación.
El juez de primera instancia, con una particular visión de la tecnología aplicada al proceso, firmaba sus sentencias con firma electrónica.
Cuando estas sentencias llegaban vía recurso a la Cámara, el tribunal entendía que la firma electrónica no era la firma digital que exigía el Código Civil y Comercial unificado, por lo que devolvía los expedientes para que el juez procediera a suscribir con firma ológrafa las decisiones.
El juez de primera instancia, en un sesudo ejercicio de fundamentación -que en absoluto compartimos- y alzamiento institucional mediante, consideraba impracticable la orden de su superior y devolvía las causas con las sentencias suscriptas con firma electrónica.
La Cámara volvía a devolvérselas y recién allí, a regañadientes, el juez cumplía con lo ordenado.
Eso ocurrió en varias causas del departamento judicial de Azul, en la provincia de Buenos Aires. En el razonamiento del juez de primera instancia volvemos a encontrar una absoluta falta de sentido común jurídico: mientras él creía lucirse con sus frondosas justificaciones y se mantenía en sus trece, los litigantes -cual espectadores de un partido de tenis- veían sus causas ir de un lado al otro mientras se producían innecesarios y disfuncionales retrasos en los trámites.
Hasta ahora pareciera que las Cámaras de Apelación son las heroínas de esta novela. Pues ello no siempre es así.
La sentencia del caso “Herrera” -dictada por la Suprema Corte de Justicia bonaerense- sienta la base de la doctrina del “exceso ritual electrónico” en la provincia de Buenos Aires.
Allí vemos cómo un despacho del Presidente de la Cámara Segunda de Apelación de La Plata carente de sentido común jurídico se convierte en la “trampa procesal” en la que cae la parte, perdiendo el derecho a fundar su recurso.
En el caso se trataba de un juicio de desalojo. Durante toda la etapa de primera instancia -hasta la sentencia-, la parte litigó sin constituir domicilio electrónico a pesar de varias intimaciones en tal sentido. En primera instancia, a pesar de que se lo intimaba a que constituyera ese tipo de domicilio, se toleró el incumplimiento de la carga y se lo notificaba mediante cédula.
Cuando el trámite llegó a la Cámara, el Presidente dispuso -aplicando a rajatabla la letra de la acordada vigente- tenerlo por constituido en los estrados y en el mismo despacho mandó a fundar el recurso de apelación. La parte -que esperaba la comunicación por cédula como había ocurrido durante todo el juicio- no acudió a expresar agravios y su recurso fue declarado desierto.
Recomendamos la lectura de los argumentos de la Corte de Buenos Aires en “Herrera”.
Se efectúa allí un interesante análisis contextual del trámite (el momento fundacional en el que se dictaban esas acordadas, eran modificadas, suspendidas, reactivadas, etc.) que evidenciaba un estado de escasa certeza en todos los operadores del sistema de los exactos alcances del nuevo paradigma procesal y que, por ello, requería de una mirada más amplia y comprensiva, en particular frente a la gravedad de las consecuencias de decisiones como la adoptada.
También allí se habla de la doctrina clásica del exceso ritual, se evoca el muy importante precedente de la Corte de Justicia de la Nación “Bravo Ruiz” y se trae a cuento, para el particular, la antigua postura del tribunal local por la cual no se pueden convalidar las “sorpresas” o “trampas” procesales -referida a que los tribunales no pueden traicionar la confianza generada en los litigantes respecto de determinadas conductas dentro del juicio, cambiándolas repentinamente aún cuando lo hagan contando con respaldo normativo-.
Vemos entonces que la tarea de los jueces, si quiere respetar las reglas del proceso eficaz, tendrá que brindar respuestas útiles, en tiempo adecuado y respetuosas de las peticiones efectuadas. Para ello, el análisis no puede detenerse sólo en lo que señala la ley. Existen otras dimensiones a tener en cuenta. Otras circunstancias a ponderar.
El rol del juez es, hoy más que nunca, fundamental en esa “bajada a tierra” de las normas.
Hoy, más que nunca, necesitamos de jueces con sentido común.